REFLEXIONES

Desde el momento de mi concepción, soy espíritu, cuerpo y mente, hijo del Creador, moldeado por Su voluntad en el seno de mi madre. Mi ser no es obra de la casualidad ni del azar, sino del amor perfecto del que todo lo sustenta. Como está escrito en el libro de los Salmos: "Tú creaste mis entrañas; me formaste en el vientre de mi madre. Te alabo porque soy una creación admirable" (Salmo 139:13-14). Desde ese momento, fui concebido bajo la mirada atenta de Dios, que me moldeó conforme a Su propósito divino, dándome la libertad y el aliento de vida que ningún poder terrenal puede arrebatarme. Como ingenuo (del latín: nacido Libre y no esclavo) , soy una persona concebida libre desde el instante de mi concepción, no porque obtuviera mi libertad de alguna manera posterior, sino porque fui creado desde el principio por el Creador. Mi existencia no solo es carnal, sino profundamente espiritual, ligada al misterio del Verbo encarnado, como bien lo expresa el Concilio Vaticano II: "El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et Spes, n. 22). En esta verdad se revela mi condición como criatura libre llamada a actuar en el mundo, no como esclavo de sistemas o imposiciones humanas, sino como un ser dotado del don más sagrado: el libre albedrío, concedido por el Creador para vivir en conformidad con Su ley suprema. Este libre albedrío, dado a mí por el Altísimo desde el día en que fui concebido, me permite tomar decisiones en libertad, con plena responsabilidad sobre mis actos. Mi libertad, sin embargo, no es un capricho, sino un reflejo del amor de Dios hacia Su creación, pues "donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 Corintios 3:17). Mi vida, mi cuerpo, y mi espíritu pertenecen a Dios, quien me ha conferido la facultad de decidir sobre ellos mientras no cause daño a otro ser. De esta forma, nadie tiene autoridad sobre mí para impedirme ejercer mi libertad de ir y venir, de escoger los caminos que he de transitar o las decisiones que conciernen a mi propio ser. Y sólo Él, en su infinita sabiduría juzgará mis actos y mis decisiones. Aquellos que ostentan cargos de autoridad han jurado, ante el mismo Dios que me creó, cumplir con sus deberes de manera justa y recta. Ese juramento no es ligero ni se realiza ante una mera fórmula humana, sino ante la majestad divina, quien observa todos los actos de Sus hijos. Así como yo soy responsable ante Dios por mis acciones, quienes juraron ante Él tienen el solemne deber de honrar sus promesas y mantener la rectitud en el ejercicio de sus funciones, recordando siempre la sagrada ley a la que han ligado sus almas al momento de asumir el cargo. Cuando cualquier hombre, institución o poder se alza en un intento de someter mi libertad, tal intento no va únicamente en contra de mi persona, sino en contra de la voluntad del Creador, quien me formó desde el seno materno y me otorgó la capacidad de vivir conforme a Su ley. No hay autoridad sobre la tierra que sea superior a la ley de Dios, aquella que fue escrita no en códigos humanos, sino en lo más profundo de mi alma desde el principio de los tiempos. Las leyes humanas que contradicen la libertad conferida por el Altísimo no son más que sombras pasajeras frente a la luz eterna del mandato divino. En apoyo de estas convicciones, la tradición jurídica occidental reconoce el Derecho Natural como fundamento de las libertades que nos son inherentes. Tomás de Aquino enseñó que la ley natural es una participación en la ley eterna de Dios, y como tal, es superior a cualquier legislación que el hombre pueda dictar. Mis libertades, en consecuencia, no son meramente concesiones del Estado o de las instituciones, sino manifestaciones del orden divino establecido por el Creador desde el momento de la concepción. Como criatura del Creador, es mi deber vivir bajo la observancia de Su ley, la cual afirma que mi libertad debe ser respetada siempre y cuando no dañe a otro. No es sino la voluntad de Dios que pueda ejercer mi libre albedrío plenamente. Pues está escrito: "Dejad que vuestro sí sea sí, y vuestro no, no" (Mateo 5:37). Con estas palabras, Dios confirma que soy responsable de mis decisiones, pero también me asegura la santidad de esa libertad, la cual ningún poder mortal puede anular sin incurrir en rebelión contra Su voluntad. Dios, en Su infinita misericordia y sabiduría, no solo nos otorga libertad, sino también Su protección inquebrantable. Así lo expresan las Sagradas Escrituras: "Pues él mandará que sus ángeles te cuiden en todos tus caminos; con sus manos te levantarán, para que no tropieces con piedra alguna" (Salmo 91:11-12). Aun cuando mil caigan a mi lado y diez mil a mi diestra, Dios será mi refugio, y yo permaneceré firme bajo Su sombra (Salmo 91:7). Pues así como Él me formó en el vientre de mi madre, también sabe el momento preciso en que he de partir hacia una de las moradas que ha preparado para mí. Mi vida, desde el instante de la concepción, hasta mi último aliento, está en manos de Aquel que me creó, y ningún hombre puede anticipar el momento de mi partida. Por tanto, todo intento de coartar mi libertad de movimiento, de decidir sobre mi cuerpo y de vivir conforme a mis convicciones es una afrenta directa contra el Creador, que no puede ser permitida ni justificada bajo ningún precepto humano. Pues quien atenta contra mi libertad, atenta contra la voluntad misma de Dios, quien me ha hecho libre desde el día de mi concepción y que permanece como la autoridad suprema sobre todo lo creado. Es con esta firme convicción que me dirijo a las autoridades, recordándoles que la soberanía última no reside en las instituciones humanas, sino en Dios, cuya ley es la más alta en el universo. Al respetar mi libertad, no hacen más que honrar al Creador, el dador de la vida y la fuente de toda verdadera justicia. Deseo, finalmente, que el Señor derrame sobre ustedes Su paz y les conceda una gran sabiduría para manejar los asuntos en los que se hallan involucrados. Así como yo ruego diariamente para que Dios me ampare, fortalezca mi fe y me ilumine con Su sabiduría, también oro para que Sus bendiciones recaigan sobre ustedes. Que el éxito en todas sus empresas sea reflejo de la voluntad divina, y que sus corazones siempre encuentren descanso en la justicia y la verdad.

Firmado, Un hijo del Altísimo, Moldeado por Su mano, libre por Su gracia.

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